Escribe: Asier Morales*

Debemos cuidarnos de elementos excesivamente “tolerantes”, capaces de abrir la puerta a un lobo disfrazado de oveja orientado al desmontaje de la democracia.
La fantasía popular supone que la vida de los dictadores es una autopista interminable de satisfacciones, basados en los privilegios propios del poder y los medios ilimitados para su satisfacción, el bienestar de su familia y cercanos.
Paralelamente, el metódico deterioro en la vida de la población es entendido como parte de la evidencia de la enajenación de los mismos dictadores.
Progresivamente, el ciudadano va intuyendo aspectos de la naturaleza psicopática, como el sadismo o la evidente intención destructiva, de demasiadas figuras políticas: “disfrutan nuestro sufrimiento”, “su intención siempre fue la debacle que vivimos”, “no les importamos”, etcétera.
Estas suelen ser parte de las explicaciones que nos damos cuando nos aproximamos al embarazoso fenómeno de un liderazgo delincuencial, capaz de conservar el poder de manera indeterminada.
En esta ocasión, deseo revisar qué tan real es ese bienestar del político por un lado y, por otro, las complicaciones que representa para el ciudadano el contrarrestar el peligro dictatorial desde una situación de relativa salud mental.
La caducidad del placer
Aunque solemos anhelar una situación material más holgada y placentera, que nos permita sentir que “estamos a salvo” y que las personas que queremos también lo estén, tal parece que la solvencia financiera se transforma pronto en parte del paisaje, una de esas cosas que son muy importantes cuando faltan, pero que no resuelven definitivamente todos los problemas relevantes, ya que, si así lo fuese, infinidad de millonarios de closet vinculados al genocidio chavista se habría retirado a una isla privada, tal vez comprada por ellos mismos.
Tarde o temprano, la estéril búsqueda de satisfacción del psicópata se tropieza con el poder. El temor disfrazado de respeto que representa, así como la efímera sensación de importancia, parecerían ser suficientes para que muchos de los más nefastos personajes que se dedican a la política consigan lo que desean; sin embargo, para lo más trastornados tampoco es bastante.
Hambre insaciable
El problema del sociópata, como lo son la mayoría de los que conforman la cúpula chavista y otros que encabezan numerosos movimiento políticos, es que la capacidad de satisfacción está lisiada. La impotencia emocional que les inhabilita para sentir alegría verdadera los haría dignos de lástima, si no tuvieran tal capacidad destructiva.
Aunado a lo anterior, aquello que les motiva, como por ejemplo el genuino dolor por una herida previa personal, tampoco es resoluble por la vía que toman. No importa qué tanto daño causen, sustentados en una enfermiza idea de justicia, nada es suficiente para alcanzar una mediana experiencia de paz que les permita pasar, finalmente, a dedicarse a alguna temática alternativa, a atender otros aspectos de su vida.
Parecen rodeados de bienestar y privilegios, pero nunca dejan de constatar lo estrecho de sus innumerables limitaciones, frustraciones, heridas y miserias. Tristemente, las formas para acercarse a alguna versión de bienestar real son cerradas sistemáticamente por sus propias acciones destructivas.
La diversidad es sanidad mental
Recientemente, el dirigente de la organización política española Ciudadanos, Albert Rivera, renunció a su cargo tras un importante revés electoral. Me resultó un evento digno de considerar, pues el típico político de nuestro tiempo parece constitucionalmente incapaz de relacionarse con la derrota. El sistema carece de las herramientas para enfrentar maduramente el fracaso lo que, generalmente, se traduce en parálisis o descontrol.
Pero Rivera se retira y se dedica a otros asuntos sin dramas adicionales, algo inverosímil para quienes están obsesionados con el poder, porque nos habla de un carácter más diverso y policromático que el del político tradicional.
La mayor complicación que enfrentamos los ciudadanos comunes es que solo van quedando los peores. Es decir, quienes se mantienen en la práctica partidista son aquellos que están tan lastimados, obsesionados y deshilachados íntimamente, que son incapaces de vislumbrar ningún valor propio en otro terreno, alguno realmente provechoso.
Rivera no solo se salva de la máquina devoradora de almas que es la política, también nos ofrece una dolorosa evidencia de que el mejor político es aquel que deja de serlo. Esta paradoja acompaña al espíritu libertario, pues el énfasis en la autodeterminación personal suele alejar al individuo de enjaularse a sí mismo en las mezquinas obsesiones y turbios procedimientos propios de los cargos gubernamentales, prefiriendo optar por oficios más enriquecedores.
¿Estamos entonces condenados al yugo de los psicópatas?
Lo estaremos en la medida en la que la población se deje engañar con polaridades populistas, algo que se fundamenta en un infantilismo colectivo que clama por paternidades existenciales falsas.
En manos de unos locos
Planteemos un escenario en el que el bienestar material de los gobernantes de una nación es inmerecidamente grande, al tiempo que han secuestrado las instituciones que, originalmente, existían para garantizar independencia. Sus decisiones generan miseria y destrucción en la población, pero no se plantean renunciar a sus puestos sino que, al contrario, elaboran costosas e intrincadas piruetas que les aferran al poder durante décadas. En circunstancias de este tipo luce bastante sensato asumir que estamos frente a un individuo u organización de naturaleza psicopática.
Por desgracia, antes de que podamos comprobar la presencia de todos los indicadores del caso, aparecerán demócratas empedernidos, incomprensiblemente dispuestos a defender el derecho de proto-dictadores a acceder a posiciones de poder.
En tales circunstancias, el ciudadano no enfrenta una tarea simple. Por un lado, debe desconfiar de los populistas dispuestos a satisfacer deseos generales, como si de una repartición de regalos se tratase. Pero también debe cuidarse de elementos excesivamente “tolerantes”, capaces de abrir la puerta a un lobo disfrazado de oveja, orientado al desmontaje de todo el aparato democrático que nos protege de los dictadores.
América Latina parece estar en un momento crucial con respecto a este dilema.
* Asier Morales Rasquin es psicólogo clínico, psicoterapeuta, egresado de la doble diplomatura en Economía de la Escuela Austríaca de la Universidad Monteávila de Caracas e investigador del Centro Juan de Mariana de Venezuela.
T. de PanAm Post