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Requetecínicos y miserables

Escribe: Alberto Bejarano Ávila.-

Así sea “llover sobre mojado”, es necesario rechazar la canallada que estaría ocurriendo con el dinero destinado a aplacar el hambre de millones de colombianos y cientos de tolimenses que, además de pobres, están perdiendo sus fuentes de ingresos por efecto de la pandemia.

La corrupción es pandemia que crece sin tregua desde hace muchos años; diría que desde la creación del Frente Nacional que origino la repartija burocrática, la rapacería de los bienes del Estado, la sordidez electoral y ese alzhéimer político-cultural que hace olvidar que todos somos Estado y por tanto directos damnificados de tantas bribonadas.

“Desde la coronilla hasta la punta del dedo gordo del pie” percibimos ladrones en Colombia, es decir, la corrupción es estructural e invade absolutamente todos los campos de la gestión pública y ello origina concentración de la riqueza y expansión de la pobreza. Por algo la ONG Trasparencia Internacional, en la página Web U. S. Newsel, señala a Colombia como el país más corrupto del mundo. Ahora, ante la tragedia del Covid-19 y el agite de trapos rojos, los requetecínicos y miserables escamotean el dinero destinado a calmar la hambruna y, como siempre, fiscalía, contraloría, procuraduría y otras “ias” pelan diente y anuncian exhaustivas investigaciones para castigar corruptos, mientras, así parece, hacen acomodos burocráticos para honrar al clientelismo partidista y así apuntalar las carreras políticas de sus regentes.

Soy escéptico porque esa es una “película vista mil veces” y la impunidad sigue campante y con ella esa indigna subcultura que airea la corrupción y que se nota, no sólo en la redomada impudicia sino en personas que, “casi que de buena fe” (la buena fe es virtud absoluta y no relativa), creen que acceder al gobierno es ocasión calva para beneficiarse y beneficiar a los cercanos. La subcultura avarienta también se aprecia en la práctica sórdida de contratistas y gobernantes que en contubernio abusan de los contratos públicos y luego son enaltecidos, unos como grandes emprendedores y otros como egregios mandatarios. ¡Bellacos!

Pienso que para la gente proba y justa el quid del asunto no es el diagnostico, que está claro, sino el qué hacer, pues las armas usadas para encarar a los corruptos no dan resultados. Me refiero a la creencia, que jamás objetaré, de que la queja, la denuncia y la protesta abolirán la corrupción, pues ésta, como dijera, es estructural y los vándalos que la ejercen saben que el investigado rara vez es castigado y por ello, mientras que muchos dan lo que pueden para calmar hambrunas y más necesidades vitales, ellos aprovechan para saquear los recursos.

Muchas veces he dicho (no soy quien para para ser oído) que la institucionalidad nacional y tolimense está infectada, que el centralismo económico-político se nutre de esa infección y que la única salida es convenir un proyecto político disruptivo fundado en la identidad y la autonomía regional para construir otra institucionalidad.

Este, en mi sentir, sería tema para una gran conversación tolimense signada por la pluralidad y la decisión de cambiar.

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